Como sabéis, lo “originario” no es simplemente lo primero en el tiempo, sino también la raíz de las cosas, lo que las sustenta y les da vida. Del mismo modo, bailar no sólo es una de las acciones que, en el origen de los tiempos, nos hace reconocernos como humanos (junto con cantar, rezar o dialogar). Bailar, como toda otra expresión artística, es algo aún más radical o fundamental que eso. Nos hace humanos, sí, pero también nos recuerda que somos algo más que humanos: seres capaces de soñar y reflejar una belleza que, justo por ser sobrehumana, puede representar un ideal hacia el que hacernos mejores y hacer mejor el mundo. …
Como decimos, esta aspiración a la belleza es propia de todo arte, no sólo de la danza. Pero en la danza esta aspiración se plasma en algo tan íntimo y originario como es nuestro cuerpo. Y no me refiero simplemente a nuestros ojos, brazos o pies, sino a todo ese infinito y complejo universo de signos que es el movimiento corporal cuando, gracias a una buena técnica, puede abandonarse al alma poseída por el afán de belleza. Afán este que es el motor, el amor o raíz originaria de todo movimiento. Decía el filósofo Platón que el amor mueve al mundo, y a cada cuerpo del mundo, a la unión con lo más bello. No solo con lo bello del cuerpo en acción, sino también con lo bello de las acciones mismas (es decir, con lo bueno), e incluso con la bello de las ideas que sirven de inspiración al artista (es decir, con lo verdadero o auténtico que es, a nuestro modesto entender, la finalidad final de todo arte y actividad humana)…
Pero el amor no sólo hace bailar o moverse al mundo, aún antes de eso, lo origina y le da forma para que se pueda bailar en él…Cuentan esos cuentos de mentiras verdaderas que son los mitos, que al principio fue el caos. Y que en ese caos nada era más que movimiento frenético y estéril, un mar embravecido sin forma ni horizonte… Hasta que un dios, o una diosa, vino a poner orden a lo que aún no era ni la sombra amorfa del mundo. ¿Y sabéis como lo hizo? Dicen que dice el mito que lo hizo bailando, tal como la divina Eurínome, la Gran Diosa de los primitivos griegos. Cuentan que esta diosa movió sus pies y su cabeza, y dio pies y cabeza al mundo, aplano la tierra e ideó un cielo. Dicen que luego movió sus brazos y creó los vientos y las veletas. Y hubo, entonces, según cuentan, dirección, y sentido. Y siguió girando y girando para calentarse, hasta que se incendió como una estrella. Y entonces hubo luz. Y sombra. Y amor de la sombra por la luz. Y del amor divino de esta diosa de fuego con el viento que creo de sus manos, nacieron los hombres. Los mismos que desde entonces bailan y cuentan cuentos para celebrar a la diosa de la luz y para huir de sus propias sombras, pues como sombra de un dios fueron expulsados temporalmente a la tierra, para que aprendieran a volar…o a bailar, o a contar mitos como este.
¿Divino, verdad? Pues esto, según nos dice esta leyenda, es bailar. Prestar ese mismo orden divino al zarandeo desordenado de nuestros pasos. Es decir: recrear un orden más bello, bueno y verdadero que éste en el que desorientadamente corremos de un lado para otro. Recrearlo no con conceptos o palabras, sino con el lenguaje que dibujan las manos, los pies o la cabeza cuando se descubren hijos de la luz y del viento. Bailar (igual que pintar, esculpir, componer música o escribir) es figurar un mundo mejor sobrevolando el desorden, a veces grotesco, infame o absurdo, de este. Bailar es la forma que tenemos de volar los que carecemos de alas. Pero no de sueños, ni de ideales, como los de esta escuela de danza.
Podemos volar, es decir, bailar. A volar y a bailar se aprende. Una escuela de danza es una escuela de vuelo. No simplemente un lugar donde quemar grasas o ponerse en forma. A no ser que la grasa quemada sea esa grasa de la rutina y el conformismo que nos mantiene apagados y apegados al suelo. Y a no ser que esa forma sea la que el ideal da a los movimientos cuando nos invoca, desde arriba, esa vocación, llamada o llamarada de la belleza, del sentido de la belleza y de la belleza del sentido.
Bailar, en fin, además de saludable, divertido o estimulante, es terapia contra el sinsentido, es prestar armonía al aire, dirección al espacio, ritmo y sentido al tiempo…Es, por decirlo míticamente, dar orden a la propia vida desde su principio de tierra y agua, y su raíz de aire y de fuego
Pero también el baile es una manifestación cultural. Su raíz tal vez es divina e ideal, pero su principio es terreno e histórico. En cada uno de los pasos y gestos de cada danza está escrito un pasaje o marca de la civilización: un paraíso perdido, una tensión latente, una norma o canon, una utopía... Y todos ellos, coreográficamente unidos, conforman el relato de los siglos y los días, el dibujo de nuestra nostalgia, nuestros conflictos, nuestras creencias y nuestras ansias de vuelo. Por eso, bailar es también integrar nuestras vidas en el pasado entero de la especie y su cultura, formar parte de ese baile incesante que es la historia, escribirlo y describirlo a la par, vivirlo y expresarlo a la vez.
Pero el amor no sólo hace bailar o moverse al mundo, aún antes de eso, lo origina y le da forma para que se pueda bailar en él…Cuentan esos cuentos de mentiras verdaderas que son los mitos, que al principio fue el caos. Y que en ese caos nada era más que movimiento frenético y estéril, un mar embravecido sin forma ni horizonte… Hasta que un dios, o una diosa, vino a poner orden a lo que aún no era ni la sombra amorfa del mundo. ¿Y sabéis como lo hizo? Dicen que dice el mito que lo hizo bailando, tal como la divina Eurínome, la Gran Diosa de los primitivos griegos. Cuentan que esta diosa movió sus pies y su cabeza, y dio pies y cabeza al mundo, aplano la tierra e ideó un cielo. Dicen que luego movió sus brazos y creó los vientos y las veletas. Y hubo, entonces, según cuentan, dirección, y sentido. Y siguió girando y girando para calentarse, hasta que se incendió como una estrella. Y entonces hubo luz. Y sombra. Y amor de la sombra por la luz. Y del amor divino de esta diosa de fuego con el viento que creo de sus manos, nacieron los hombres. Los mismos que desde entonces bailan y cuentan cuentos para celebrar a la diosa de la luz y para huir de sus propias sombras, pues como sombra de un dios fueron expulsados temporalmente a la tierra, para que aprendieran a volar…o a bailar, o a contar mitos como este.
¿Divino, verdad? Pues esto, según nos dice esta leyenda, es bailar. Prestar ese mismo orden divino al zarandeo desordenado de nuestros pasos. Es decir: recrear un orden más bello, bueno y verdadero que éste en el que desorientadamente corremos de un lado para otro. Recrearlo no con conceptos o palabras, sino con el lenguaje que dibujan las manos, los pies o la cabeza cuando se descubren hijos de la luz y del viento. Bailar (igual que pintar, esculpir, componer música o escribir) es figurar un mundo mejor sobrevolando el desorden, a veces grotesco, infame o absurdo, de este. Bailar es la forma que tenemos de volar los que carecemos de alas. Pero no de sueños, ni de ideales, como los de esta escuela de danza.
Podemos volar, es decir, bailar. A volar y a bailar se aprende. Una escuela de danza es una escuela de vuelo. No simplemente un lugar donde quemar grasas o ponerse en forma. A no ser que la grasa quemada sea esa grasa de la rutina y el conformismo que nos mantiene apagados y apegados al suelo. Y a no ser que esa forma sea la que el ideal da a los movimientos cuando nos invoca, desde arriba, esa vocación, llamada o llamarada de la belleza, del sentido de la belleza y de la belleza del sentido.
Bailar, en fin, además de saludable, divertido o estimulante, es terapia contra el sinsentido, es prestar armonía al aire, dirección al espacio, ritmo y sentido al tiempo…Es, por decirlo míticamente, dar orden a la propia vida desde su principio de tierra y agua, y su raíz de aire y de fuego
Pero también el baile es una manifestación cultural. Su raíz tal vez es divina e ideal, pero su principio es terreno e histórico. En cada uno de los pasos y gestos de cada danza está escrito un pasaje o marca de la civilización: un paraíso perdido, una tensión latente, una norma o canon, una utopía... Y todos ellos, coreográficamente unidos, conforman el relato de los siglos y los días, el dibujo de nuestra nostalgia, nuestros conflictos, nuestras creencias y nuestras ansias de vuelo. Por eso, bailar es también integrar nuestras vidas en el pasado entero de la especie y su cultura, formar parte de ese baile incesante que es la historia, escribirlo y describirlo a la par, vivirlo y expresarlo a la vez.
De ahí que una escuela de danza que se llame orígenes deba ofrecer una vivencia cultural íntegra de aquello que enseña. No sólo se tratará en ella de investigar el significado histórico y antropológico de cada danza, sino de revivirlo y de enriquecer con él nuestra vida. Tal como un niño que no sólo leyera su cuento, sino que también lo interpretara, lo reinventara y lo hiciera suyo. Por eso, en esta escuela, como ya sabéis algunos, no solo se baila y se investiga, también se cuentan cuentos, y se interpretan alrededor del fuego común de su ancestral danza. Se trata de conocer el significado social e histórico de ese hecho comunicativo que es el baile, pero también de vivirlo y celebrarlo en la vivencia grupal y comunicativa que es bailar. Pues en el baile uno no es solo individuo, ni mucho menos masa amorfa: es tribu, equipo, diálogo, organismo que ha de brillar como una constelación que se integrara, en el espacio y el tiempo universal del arte, a todos los que se han soñado lo mismo en el lenguaje de los pasos, los gestos, el ritmo y el salto al cielo.
Por todo esto aquí, y ahora, vamos a bailar para celebrarlo. Para celebrar el origen de Orígenes. Dando el primer paso de ese baile que ha de ser en sí misma esta escuela. Un espacio y un tiempo de encuentro con nosotros mismos, es decir, con nuestro divino afán por la belleza y el sentido, frente a ese espejo que son los demás y que es, también, la historia de lo que somos. Arte, formación, amistad, juego… quieren componer en esta escuela una coreografía perfecta, tan divina como la que cuentan los mitos.